La guerra sin nombre de América del Sur: un muy mal Western
La región más desigual del mundo también revela ser la región más violenta en término de tasa de homicidios. Los disturbios interiores son muchos, pero interesan poco a los medios de comunicación occidentales. Así, cada año más de 50 000 personas perecen de manera violenta en Brasil.
Entre 2011 y 2015, el número de defunciones por violencias intencionales habría sobrepasado el de Siria (279 000 contra 256 000 [1]). A menudo se trata de guerras de territorios entre pandillas de maleantes o traficantes de droga. No obstante, otro tipo de asesinato – mucho menos mediatizado – se desmarca por su importancia numérica: el feminicidio [2]. Es una pandemia efectiva en ciertos países. En Argentina, cada 18 horas, una mujer o una chica es asesinada en virtud de su condición femenina. Frente a esto, los gobiernos optan por el camino más fácil: endurecer el Código Penal. Una solución simbólica que resulta importante en termino de votos pero que no impacta al número de víctimas.
Por un puñado de dólares
Además de los asesinatos violentos, otro fenómeno pudre la vida cotidiana: el secuestro [3]. Esto ya no pasa únicamente en los barrios ricos y en los caminos menos concurridos. Ahora, todo el mundo tiene que estar atento a una amenaza que puede provenir de todas partes. Los secuestros aumentaron, pero el precio a pagar tiende a la baja.
En América del Sur, la delincuencia de cada día es la tentativa de disminuir la desigualdad cueste lo que cueste. En esta sociedad consumista, el joven desfavorecido, el padre de familia, el funcionario civil o el policía, todos ellos pueden dar un paso en falso para mejorar sus condiciones económicas.
La muerte tenía un precio
Los países de América del Sur gastan por término medio el 3,5 % su PIB en los costes asociados con la violencia [4]. Pero nada se consigue. La guerra sin nombre no perdona a nadie – o casi –. Sólo una parte ínfima de la población puede acceder a la seguridad. Guardaespaldas privados y negociadores de rescate son un lujo. El urbanismo no escapa a esta dinámica. En Lima, un muro de la vergüenza separa las residencias ultra protegidas de los barrios de chabolas.
En este contexto, el ejército y la policía han sido reforzados. Sus papeles son cada vez más importantes. En Río de Janeiro, 10 000 soldados han sido desplegados en las favelas en agosto de 2017. En México, la marina fue involucrada en la conservación del orden.
El bueno, el feo y el malo
Sin embargo, estas “nuevas guerras [5]” no afectan del mismo modo a todos los países de América del Sur. El Cono Sur – Argentina y Chile – conocen niveles de violencia menos importantes. Colombia, gracias a las negociaciones de paz con las FARC, casi consiguió erradicar los secuestros.
Este clima mortífero toca desde fechas recientes a los turistas [6]. A largo plazo, hoteles, comerciantes y operadores turísticos podrían sufrir consecuencias brutales.
A este fenómeno de violencia, hay que añadir los de fallo del Estado y de corrupción de cuello blanco. Una parte importante de la élite política e industrial es deshonesta y sin escrúpulos.
En América del Sur, la guerra no tiene nombre. Mata en silencio, sin tanque ni bombardeo aéreo. Exponiendo los sectores más frágiles, la violencia cava las desigualdades sociales: un círculo vicioso, cuyo fin parece alejarse cada vez un poco más.
Valentín Aventino es estudiante del Máster en Estudios Latinoamericanos del Instituto Iberoamérica (Universidad de Salamanca).
Artículo inicialmente publicado en francès en la revista Le Jeu de l'Oie [7]